
Presentación Trinidad Gran
La casa a oscuras
Trinidad Gan
Presentación en el Museo Casa de los Tiros, 24 de febrero de 2010
Una persona, en el momento en que la conocemos, puede parecernos una casa a oscuras. Con la osadía que nos presta su primer saludo franqueamos el zaguán. A tientas cruzamos el portal donde parecer rodar aún la pelota que perseguía de niño y se oculta algo del mar salvaje de su infancia (aquella que no compartimos y que, ahora, cuando lo miramos a los ojos, deseamos haber conocido). La brisa, vegetal y marina a un tiempo, de la tarde de verano lleva nuestros pasos hacia el patio, donde quizá le imaginemos-adolescente solitario- sentado con un libro bajo el árbol (viejas ramas que esconden los besos primeros, madera marcada donde nuestros dedos leen iniciales para las que no tenemos hoy rostro ninguno).
Aunque el falso vuelo del ascensor nos tiente, temiendo un corte del suministro que nos haga caer con las alas rotas de un ángel perplejo o con la lenta gravedad de una manzana, elegimos subir, a tientas, por la escalera. Con el mismo crujido de las advertencias en antiguas voces familiares, las pisadas resuenan en los peldaños (blanco y negro, negro y luego blanco: ese damero insistente de los recuerdos). Es la herrumbre del pasado que roza nuestras manos al deslizarlas por la barandilla, pero seguimos escaleras arriba, desdeñando el cansancio, dando la espalda a la melancolía.
El aire helado de la noche que comienza nos hace creernos perdidos, pero hemos alcanzado un rellano que nos muestra la entrada del piso. Por fin espacio suficiente para conocerle. Palpamos las paredes buscando las señales que nos trazan el mapa de un hombre que intenta caminar libre y alegre, alguien que nos ha de sonreír al recibirnos. Descubrimos la puerta entreabierta y, al pasar, pisando en el suelo sobres abandonados con facturas y cuentas, nos inclinamos a recoger, como espías de este amigo aún desconocido, alguna carta personal, unas letras de amor que nos arañen y no se desvanezcan nunca.
Andando, a tientas, por los pasillos, pisamos tropezando el borde de las baldosas levantadas hasta dar con una puerta clausurada que conduce hasta el desván. Allí esperan inútilmente las banderas ajenas y caducas bajo una claraboya rota a pedradas desde la trinchera de la juventud. Buscamos entonces los rincones menos ásperos, la claridad de una cristalera que, al final del pasillo, hace temblar ahora el paso de un tren nocturno. Ese mismo sonido nos lleva hasta un baño: en el espejo oscuro el rastro de polvo nos recuerda el vapor del agua, el lado vulnerable de un soñador despierto., el laberinto de la identidad y el deseo.
En la oscuridad flota un olor a ropa planchada, café y silencios: a tientas, entramos en la cocina. Una luz cruel, débil, cae sobre un calendario y marca en él restos de humo, ausencias cuyo hueco no es posible llenar, preguntas sin contestar, heridas y luego cicatrices.
Caminando así sobre recuerdos ajenos, paso a paso vamos levantando el perfil que nos ofreció en el primer encuentro, abrimos las puertas de todos los cuartos, seguros de que sus goznes ya no rechinarán con saña: tal vez hagan eco a la primera risa que oímos de aquel desconocido.
En algún armario deben estar colgados trajes usados, corbatas, uniformes, pero no van a decirnos quién es realmente.
En lo alto se adivinan cajas que guardan un inventario mezclado de desamores y derrotas, de proyectos abiertos y de sueños cumplidos o por cumplir.
Si abrimos aquella alacena las pequeñas cosas (un antiguo reloj, una cajetilla de tabaco, unas gafas) parecen destellar en la memoria, acomodadas en lo oscuro pero dispuestas a volver a alzar el vuelo.
Nos gustaría encender luz en la vieja biblioteca y poder escudriñar los libros. Sospechamos que en las sombras nos acompañan sus poetas más queridos, aquellos que hicieron las preguntas certeras, las respuestas de libertad y palabra distintas, los ojos y manos que nos iluminan y llenan nuestros días de matices, las lecturas que tienen el poder de curarnos.
Dentro de un baúl abierto han puesto sus habitaciones los amigos, cada uno con su lengua diversa, sus costumbres y locura, sus países y amores, su huella de luciérnaga en el frío. (Nuestro extraño contempla largamente esas luces y colores y cantos, luego los traspasa a una páginas o a un abrazo).
En los balcones más altos los postigos se abren a la multitud que pasa, al oleaje que (una vez pasada la catástrofe) todavía resuena furioso por encima de la espuma de la indiferencia. Él los ha dejado abiertos a la realidad y a la urgencia del presente. De nuevo tiemblan los cristales con el paso de los trenes, la noche con el paso de ciudades y de años, las páginas de los libros con el pasar de los ojos.
Sí, una persona recién conocida siempre nos parecerá una casa a oscuras hasta que su palabra……………. nos dé la luz.